viernes, 11 de diciembre de 2020

A UN AÑO DEL ASESINATO DE DILAN CRUZ: LA REBELIÓN DE UNA GENERACIÓN QUE SE RESISTE AL NO FUTURO

 

Los nadies: los hijos de nadie,
los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados,
corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos,
rejodidos:

Los nadies,
que cuestan menos
que la bala que los mata.

(Fragmento de ‘‘Los nadies’’. Eduardo Galeano)

 

El 21N quedará guardado en los anales de la historia del país como el día en el que los de abajo despertaron, el día de la indignación, el inicio de una serie de jornadas de protesta donde el gobierno títere de Iván Duque estuvo contra las cuerdas. El 21N fue la acción de masas más importante desde el Paro Cívico Nacional de 1977, y como en esa ocasión, donde se configuró el Consejo Nacional Sindical (CNS), le planteó a todos los revolucionarios y luchadores del país, la necesidad de la unidad y trazar conjuntamente un derrotero de lucha. Para hacer frente a esa necesidad se creó el Comité Nacional de Paro, un logro político en cuanto a la organización de la lucha, aunque con limitaciones por el rol que jugó su dirección burocrática, que decidió no ir a fondo con la continuación y preparación de jornadas de Paro.

LA CRISIS DEL CAPITALISMO Y LA SENSACIÓN DE NO FUTURO DE LA JUVENTUD

La lucha del 21N se enmarca en una lucha a nivel mundial, donde los oprimidos se están rebelando contra el sistema, porque vivimos un momento particular donde el capitalismo agudiza su decadencia y se exacerban todos los males sociales. La angustia de los jóvenes al no encontrar posibilidades de estudio o trabajo cuando terminan la secundaria –algunos ni siquiera lo pueden hacer, porque deben desertar para ayudar a sostener sus familias– ha acrecentado la sensación de no futuro, la sin salida social.

Esta es una preocupación compartida, incluso, por algunos sectores burgueses, como se evidencia en el informe sobre las perspectivas de los jóvenes[1] con el enunciado ¿No Future?, donde se concluye que un sesenta por ciento de personas de todas las generaciones opina que los millennials (como se le conoce a la presente generación de jóvenes) son quienes peor viven y vivirán en el futuro, respecto a sus padres, en lo que se refiere a aspectos económicos y políticos.

La presente generación es, sin duda alguna, la generación de la crisis. Si bien la digitalización es lo que les define como grupo de edad, podríamos decir que, más que nativos digitales, son nativos en la crisis. Los jóvenes han crecido en medio de recesiones económicas, que han congelado su futuro y les ha provocado una sensación de frustración. Esta generación se ha criado en la fragilidad. Es la que más ha sufrido la crisis, la que tiene salarios más bajos y la precariedad durmiendo en casa.  En 2015, según el Banco Mundial, los contratos temporales que firmaron los trabajadores franceses y holandeses de entre 15 y 24 años representaron cerca del 50%. Es decir, en el futuro los jóvenes tendrán que trabajar más años y disfrutar menos ahorros para financiar sus pensiones a pesar de estar activos más tiempo que las generaciones precedentes.

 Además de las crecientes brechas entre dos generaciones, los jóvenes frente a los mayores, atravesamos tiempos, donde los niveles de desigualdad[2] son escandalosos y, particularmente en América Latina y el Caribe, donde el 20% de la población concentra el 83% de la riqueza. Según el informe, antes citado, el número de milmillonarios en la región ha pasado de 27 a 104 desde el año 2000. En grave contraste, la pobreza extrema está aumentando. En 2019, 66 millones de personas, es decir, un 10,7% de la población vivía en extrema pobreza, de acuerdo a datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL).

El efecto de las políticas neoliberales en la región ha hecho mella y, ante esto, muchos jóvenes han decidido tomar las calles y combatir al capitalismo –así sea de manera inconsciente y desordenada–, nos hemos reusado a ser una generación perdida. No solo en Colombia la juventud ha sido la vanguardia. En Puerto Rico, los jóvenes fueron artífices de la caída del gobernador Ricardo Roselló; en Haití protagonizaron fuertes levantamientos durante todo el 2019, exigiendo la renuncia de Jovenel Moïse y las políticas del Fondo Monetario Internacional (FMI); también se hicieron sentir los jóvenes en Ecuador, apoyando la resistencia al paquetazo económico del reaccionario Lenin Moreno y el FMI. En Chile, el proceso más profundo, mostró la heroica lucha de los jóvenes, alzándose, en principio, contra el cuarto aumento –en menos de dos años– a la tarifa del metro. Pero no era solo contra 30 pesos de aumento, era contra 30 años de precarización en la salud, en las pensiones, en la vivienda, los altísimos sueldos de parlamentarios, el aumento de la luz y el petróleo, la represión de las Fuerzas Armadas y todo el legado de la dictadura de Augusto Pinochet[3].  

También destacamos, este año, la lucha de los jóvenes –principalmente los afros– en Estados Unidos, contra el racismo y la violencia policial, contra el asesinato de George Floyd y levantando el puño con la consigna Black Lives Matter; así como en Perú, contra el ilegitimo y asesino gobierno de Manuel Merino, que, pese a desatar una represión como no se veía en años en ese país, no logró acallar las voces de los jóvenes que coreaban ‘‘¡Merino, escucha, el pueblo te repudia!’’, logrando que Merino, tras cinco días de presidencia, renunciara. De igual forma, aunque menos difundida, la lucha de los jóvenes guatemaltecos contra la aprobación del presupuesto nacional para el año 2021, que reduce las partidas para salud y protección social, las partidas para la universidad pública y el poder judicial, al tiempo que destina 100 millones de quetzales (más de US$12 millones) para una nueva sede del Congreso.

A nuestros abuelos, a nuestros padres y a nosotros mismos nos han quitado tanto, que nos quitaron el miedo. Los jóvenes ya no tememos enfrentar la represión o a gritar ‘‘¡Uribe, paraco, el pueblo está verraco’! Es la rebelión contra el sistema y sus gobernantes. Esta voz hace eco desde los jóvenes de clase media hasta los jóvenes de los sectores populares. Y uno de esos jóvenes que se atrevió a luchar por sus hermanos de clase, por su pueblo, en contra de las reformas pensionales y laborales, que joden profundamente a los ancianos, que impide que nuestros padres se pensionen o que desmejoran nuestro futuro, fue Dilan Cruz, un pelado de dieciocho años al que la represión de Duque le quitó la vida y liquidó sus sueños.

EL ASESINATO DE DILAN CRUZ: LA EXPRESIÓN DE ODIO A LOS HIJOS DE LA CLASE OBRERA

Dilan Cruz era un joven que soñaba con ingresar a la Universidad Pública, parte de su protesta tenía que ver con las escasas posibilidades que tienen los jóvenes de los sectores populares en Colombia para acceder a la Educación Superior. El 23 de noviembre, el tercer día de movilizaciones en el marco del Paro Nacional, seguían resonando las voces disidentes y, todavía con más fuerza, después de la noche anterior, la del 22N, que quedó para la historia como la Noche del Terror. Aquella noche de protestas, el gobierno Duque quiso infundir pánico en los barrios populares de Cali y Bogotá, con el ánimo de crear animadversión hacia el Paro, llevando a la gente a armarse con palos, machetes y hasta pistolas, para defenderse de los supuestos vándalos del Paro que iban a saquear sus casas. Al otro día se demostró que todo había sido un plan de Duque y el uribismo, en colaboración con la honorable Policía Nacional, para reventar el Paro. Policías de civil, en compañía de sectores lúmpenes (los desclasados), rompían los vidrios de las casas y se metían a los conjuntos residenciales a sembrar zozobra. La rabia que generó esta sucia estrategia contra el Paro, llevó a que la gente saliera a las calles a gritar vivas al Paro Nacional y a demostrarle a Duque, que no nos iba a sembrar terror.

Y como la estrategia no funcionó, aumentó la represión en las calles. La tarde del 23N, en la carrera 4.ª con calle 19 de Bogotá, Dilan Cruz cayó gravemente herido después de recibir un fogonazo de una escopeta calibre 12, disparado por un miembro del ESMAD. Aquel día, se repetía la historia de Nicolás Neira, joven de 15 años asesinado por un proyectil del ESMAD, el 1 de Mayo de 2005; de Johnny Silva, de 21 años, quien murió cinco meses después en la Universidad del Valle, en una protesta estudiantil contra el TLC que el gobierno Uribe se disponía a firmar con Estados Unidos; y de Miguel Ángel Barbosa, estudiante de la Universidad Distrital, quien cayó en una manifestación el 21 de abril de 2016.

No son los únicos, según la ONG Temblores, en su informe del año pasado, 34 personas han perdido la vida en medio de protestas desde la creación del ESMAD en 1999[4]. En todos estos casos, hay por lo menos algunas cosas en común. La mayoría de los asesinados eran jóvenes provenientes de los sectores bajos de la población, hijos de trabajadores, que luchaban por salir adelante en medio de la pobreza. Es decir, es un asunto de clase, que evidencia el desprecio por los jóvenes pobres, a quienes este Estado asesino considera desechos sociales. El otro aspecto en común es la impunidad. A pesar de que el Estado colombiano fue condenado desde 2011 por la muerte de Neira y Silva, la justicia sigue sin procesar a los responsables. En el caso de Nicolás, los uniformados de la Policía que coordinaron la operación y que, según la Fiscalía, intentaron encubrir la muerte del joven siguen libres y solo hay un condenado: quien lo confesó todo.



Pese a esto, el crecimiento en recursos y personal del Escuadrón de la Muerte (léase ESMAD), ha sido impresionante. Según la ONG citada, comenzó con 200 hombres y cero pesos para compras de elementos y armas. Seis años más tarde, los números eran otros: 1.352 integrantes y un presupuesto de casi $8.000 millones para compras de elementos y armas. En 2010, año en que Álvaro Uribe salió de la Casa de Nariño y llegó Juan Manuel Santos, el presupuesto para ese mismo fin iba por los $11.700 millones y el personal, por 1.843. En 2014, 2015 y 2017, el ESMAD recibió en total más de $31.000 millones para armas y elementos. Nunca antes ese grupo había recibido tantos recursos. Y peor todavía, en medio del desastre generado por la crisis económica y sanitaria por la pandemia de COVID-19, Duque, en vez de girar recursos para sostener a los más necesitados, se atrevió a gastar en nuevos implementos para el ESMAD, aprovechando la cuarentena en prevención contra las movilizaciones y estallidos sociales que se avecinan. El senador del Polo Democrático, Wilson Arias, denunció la licitación de la Policía Nacional por valor de $9.515.844.030 sin IVA, gastados en 81.000 gases lacrimógenos y 13.000 balas como las que asesinaron a Dilan Cruz. Adicionalmente, comprarán más de 23 mil esferas marcadoras. A esto se suma la bobadita de 7.900 millones de pesos en 5 tanquetas[5].

Lo anterior deja claro que, para este gobierno miserable la salud, la educación y la vida de los pobres importa un carajo. Y sus llamados de ‘‘el que la hace la paga’’ y sus condolencias con la familia de Dilan, no es más que cinismo y vil hipocresía. No ha hecho nada –ni lo va a hacer– frente a la exigencia de desmonte del ESMAD o de una reforma a la policía. Incluso, este año, fue asesinado Anderson Arboleda, un joven afro de 19 años, quien vivía en Puerto Tejada (Cauca) y, que, el 19 de mayo, tras recibir varios ‘‘bolillazos’’ en la cabeza por parte de un policía, perdió su vida, acción justificada por esta institución supuestamente porque incumplía con la cuarentena. También, el pasado 25 de junio, Duván Mateo Álvarez, joven de 15 años, que cursaba octavo grado en el colegio Buenos Aires del municipio de Soacha (Cundinamarca), fue asesinado por un proyectil de bala en medio de un desalojo a cargo de la Policía y el ESMAD, en la Ciudadela Sucre.

Estas muertes hacen parte de un largo historial de abusos cometidos por esta institución del régimen, que expresan, además, la sistematicidad de su accionar criminal y violento. ‘‘Según el informe «Bolillo, Dios y Patria» de la ONG Temblores, en el período 2017-2019, hubo 639 homicidios, 40.481 casos de violencia física y 241 de violencia sexual, en los que, basados en informes de Medicina Legal, hay un presunto miembro de la fuerza pública involucrado.”[6] Además de los grandes crímenes, es constante su agresión contra poblaciones específicas, su racismo, clasismo, machismo y homofobia.

Y si bien es cierto que, como lo documentó la ONG mencionada, en los años 2005, 2013 y 2016 (gobiernos Uribe, el primero, y Santos, los dos últimos) fueron los que más dejaron víctimas, en este gobierno se reactivaron las masacres, llegando, incluso a ciudades como Bogotá, donde no se habían atrevido a tanto.

DUQUE HA ESCALADO LAS TENDENCIAS FASCISTAS EN EL RÉGIMEN: LA MASACRE DEL 9S EN BOGOTÁ

El asesinato de Dilan Cruz no ha merecido de parte del gobierno el más mínimo esfuerzo por hacer justicia, por prevenir nuevos asesinatos de manifestantes o frenar la brutalidad policial. Todo lo contrario, Duque ha subido los niveles de represión y ha envalentonado a sus agentes homicidas. Un caso que lo muestra de manera clara es el asesinato del ciudadano Javier Ordoñez, de 43 años, estudiante de derecho a punto de graduarse y taxista de oficio, quien salió de su casa, donde departía con unos amigos, a comprar licor. Él y sus amigos fueron abordados por policías, -no era la primera vez que pasaba esto- quienes ya ‘‘tenían entre ojos’’ a Ordóñez. Al contradecir a los policías por un comparendo que le iban a imponer, fue atacado continuamente con una pistola ‘taser’ (que propina choques eléctricos). Javier Ordóñez suplicó una y otra vez ‘‘No más, por favor no más, por favor ya, en serio por favor ya no más.” Y los presentes gritaban ‘‘ya basta, que ya’’, pero se escuchaba descarga, tras descarga. Ordóñez fue trasladado al CAI (Comando de Acción Inmediata) de Villa Luz, en Bogotá, donde se lo siguió golpeando y torturando hasta terminar con su vida.

La reacción no se hizo esperar y la respuesta de los jóvenes de los barrios populares, a quienes la policía acostumbra a hostigar, perseguir e incriminar, fue la de quemar y destruir estos centros, que más que prestar atención se han convertido en centros de tortura, homicidios[7] y violaciones sexuales[8]. El caso de Ordóñez recordó, una vez más, la sevicia de la Policía Nacional y la impunidad que cubre sus acciones. La indignación se hizo presente en Bogotá, Barranquilla, Cali, Ibagué, Madrid y Mosquera (Cundinamarca), Medellín y Soacha, donde fueron atacados por lo menos 27 CAI en dos jornadas de insurrección juvenil, el 9 y 10 de septiembre. Como lo dijimos, el gobierno de Duque se venía preparando para futuras movilizaciones y estallidos y, en esta ocasión, no iba a permitir que se repitieran las jornadas de protesta iniciadas con el 21N. La policía, por su parte, como si se tratara de una guerra civil, cual agentes de una dictadura, no repararon en abrir fuego a diestra y siniestra, asesinando a 13 personas en Bogotá y Soacha, en una autentica masacre[9] en plena vía pública y a los ojos de quienes miraban atónitos desde sus casas.

Y como si fuera poco, los policías aprovecharon para violentar sexualmente a algunas mujeres. La ONG Temblores[10] documentó varias de estas denuncias y los abusos policiales, y escribió en un comunicado que el jueves 10 de septiembre en el CAI San Diego, de la localidad de la Candelaria, una mujer fue violentada: “uno de ellos empezó a acosarlas sexualmente, preguntándoles “Cómo vamos a arreglar”. Aprovecharon la situación de indefensión en que se encontraban ellas y procedieron los dos [policías] a manosearlas por encima de la ropa”.

JUICIO Y CASTIGO AL RESPONSABLE DEL ASESINATO DE DILAN CRUZ

Quienes participan en la multitud de la protesta suelen calificarse como ‘‘desechos de la sociedad’’, ‘‘vándalos’’ ‘‘bandidos’’, ‘‘ladrones’’, ‘‘salvajes’’, ‘‘mendigos’’ y un etcétera de apelaciones despectivas. La historia de los de abajo pocas veces se rememora pues, en cuanto menos se haga eco de dichas acciones, más fácil se las borra de la memoria colectiva y se impide que emerjan como referentes políticos para las nuevas generaciones.

Sobre Dilan se dijo que había estado en la correccional, que era un delincuente y que su participación en las jornadas del Paro solo obedecía a vandalismo. ¿Si así lo fuera, la Policía tiene la autoridad para matar? Estas noticias falsas, sumadas a las declaraciones que dio el gobierno, en las que se califica el hecho como un accidente propio de este tipo de procedimientos, solo buscan justificar su asesinato y que su caso quede en el olvido, que se convierta en un número más de las estadísticas de los crímenes impunes de este estado. El capitán del ESMAD -léase el asesino- Manuel Cubillos no cometió un accidente en un acto de servicio, sino que cometió un homicidio. Su actuación no fue para disuadir la protesta ni se rigió por los ‘‘protocolos’’ de esa institución, que dicen que debe disparar de forma parabólica, sino que tiró a matar, pues el disparo fue de frente y directo a la cabeza de Dilan.  Las pruebas del homicidio son bastante claras, sin embargo, al sol de hoy, el caso sigue en manos de la Justicia Penal Militar, donde se asegura la total impunidad del responsable.

La familia de Dilan busca que el caso pase a la justicia ordinaria. De no prosperar, plantean llevar el caso ante el Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Seguramente, intentarán dilatar y desgastar a la familia, como lo saben hacer en este tipo de situaciones. Por nuestra parte y en nombre de las decenas de miles de jóvenes que nos movilizamos el 21 N y que hemos combatido a este gobierno desde que se posesionó, seguimos exigiendo castigo a los culpables y llamamos a honrar su memoria como luchador y como hijo del pueblo.

El asesinato de Dilan Cruz, quien dejó de respirar justamente el día que se graduaba de la Institución Educativa Distrital Colegio Ricaurte, nos recuerda que estamos ante un Estado criminal y asesino, al que solo podemos enfrentar de manera unificada, siguiendo el camino de lucha del 21N. Las voces que han silenciado, los sueños que han truncado, solo afirman más nuestra convicción de seguir luchando por las mismas causas por las que cayeron, a luchar por la destrucción de este sistema explotador y opresor. Por preservar sus nombres y por lograr justicia, necesitamos organizarnos desde abajo, fortalecernos políticamente y prepararnos para las próximas movilizaciones, que seguro vendrán, y que requieren la máxima unidad para enfrentar y hacer retroceder a este gobierno y sus instituciones de represión.

 

¡Fuera el comandante de la policía Oscar Atehortúa y toda la cúpula de la Institución!

¡Juicio y castigo a los policías asesinos y no por la Justicia Penal Militar!

¡Fuera el ministro de defensa, el uribista Carlos Holmes Trujillo!

¡Por el desmonte del ESMAD!

¡Reforma radical de la policía Ya!

 



[2] OXFAM International. Los milmillonarios del mundo poseen más riqueza que 4600 millones de personas. Véase en línea: https://www.oxfam.org/es/notas-prensa/los-milmillonarios-del-mundo-poseen-mas-riqueza-que-4600-millones-de-personas

[3] Su lucha logró un triunfo democrático. El 25 de octubre del presente año se realizó un plebiscito, donde el 79% de la población que salió a votar aprobó una nueva Constitución, intentando dejar atrás el legado de la dictadura. Sin embargo, la lucha sigue abierta, pues si bien es un triunfo, aún no se sabe qué camino pueda tomar la Constituyente y puede que las masas se vean obligadas a salir nuevamente a las calles.

[4] El Espectador. 34 personas han muerto por acciones del Esmad desde su creación: ONG Temblores. 1-12-2019. En línea: https://www.elespectador.com/noticias/judicial/34-personas-han-muerto-por-acciones-del-esmad-desde-su-creacion-ong-temblores/

[5] PluralidadZ. Trujillo, Paula ¿Gobierno Duque se está preparando para futuras protestas? 05-06-2020. En línea: https://pluralidadz.com/politica/gobierno-duque-fortalece-el-esmad/

[6] Víctor de Currea Lugo. De cómo la gente perdió el miedo al abuso policial. 10 de septiembre. Véase en línea: http://victordecurrealugo.com/abuso-policial-colombia/

[7] Como sucedió el 4 de septiembre en la Estación de Policía de Soacha (cinco días antes de lo sucedido con Javier Ordóñez), donde murieron incinerados nueve jóvenes, bajo la complacencia de los agentes de policía que, pese a ver que los reclusos se estaban quemando, no hicieron nada, incluso impidieron que sus familiares apagaran las llamas.

[8] Para ampliar en este tema, léase Violación institucional sistemática por parte de las Fuerzas Armadas a los derechos y vida de las mujeres. En línea: https://cacerolazoenlinea.blogspot.com/2020/08/

[9] Para conocer nuestra posición al respecto, ver: https://cacerolazoenlinea.blogspot.com/2020/09/

jueves, 19 de noviembre de 2020

19N y 21N. Conmemoración Paro nacional.

 ✊🏾🔥Vamos TODOS UNIDOS a protestar:

19N y 21N. Conmemoración Paro nacional. 

23N en memoria de Dilan Cruz y todos los caídos

25 N Día de la No Violencia contra las mujeres . 

 ¡Unidad para avanzar!

 ¡Viva el paro nacional! 

🔥🔥✊🏾✊🏾




domingo, 13 de septiembre de 2020

¡Por una respuesta de masas a la masacre policial!


 «Exijo justicia, que hagan caer todo el peso de la ley sobre los responsables, ustedes no necesitan investigación porque fue la Policía Nacional –y espero que esto no lo corten-, fue la Policía Nacional la que se encargó de dejar un niño de 7 meses sin padre»

María Páez.

Entrevista CM&

 

¿Por qué ardieron los CAI?

 Cuando creces en un país como Colombia, en un barrio marginal de la clase obrera, aprendes rápidamente lo que significan instituciones como la policía y el ejército. Ellos son quienes golpearon a tus padres cuando empezó la construcción de los ranchos que los gobiernos llaman «invasión»; ellos son los que asesinaron a tu amigo, a tu vecino, que salió con su familia a protestar contra la destrucción de las cuatro paredes que lograron construir; ellos son los que te persiguen y te agreden porque estabas en la esquina o en el potrero de la cuadra donde sueles jugar fútbol; ellos son los que te ponen encima una droga que nunca has consumido para conducirte a la estación y dejarte una noche encerrado luego de apalearte; ellos son los que montan las «batidas» para obligarte a prestar el servicio militar; ellos son los que se llevaron a los pelados de las lomas para asesinarlos y hacerlos pasar como «guerrilleros muertos en combate», como «falsos positivos».

 María Páez era la pareja de Jayder Fonseca, un joven de 17 años que fue asesinado por la policía nacional la noche del 9S. Como miles de jóvenes en todo Bogotá y algunas ciudades del país, Jayder y María salieron esa noche a expresar su rechazo por el asesinato de Javier Ordoñez. En la mañana conocimos un video de cómo Javier había sido torturado con armas «no letales» al resistirse al arresto, luego conducido a un CAI (Comando de Acción Inmediata) y finalmente a un hospital en donde falleció -hoy sabemos por la golpiza que le fue propinada por los agentes-. La respuesta del Estado ante esta legítima expresión de repudio e ira contra ese asesinato fue masacrar a la población, la policía asesinó en las noches del 9 y 10 de septiembre a 13 colombianos más e hirió a cerca de 500, 72 por heridas de bala.

Esos miles de jóvenes que salieron a las calles, arremetieron contra todas las estaciones de policía que tuvieron cerca, 45 en total, las destrozaron y les prendieron fuego. ¿Por qué? Porque esos sitios para quienes crecimos en las barriadas son la expresión de lo que son las FFMM y la policía en el Estado burgués, aparatos de represión. Las estaciones de policía son lugares en los que se violenta, se asesina, se humilla, se ultraja con particular saña a los hijos de la clase trabajadora. La rabia contenida por años contra esos recintos y sus ocupantes salió a flote la noche del 9S.

Cuando creces en una barriada obrera llevas el estigma de la pobreza contigo, la forma en la que te vistes, la manera en la que hablas, los ademanes de tu cuerpo, son huellas de identidad que la policía y el ejército utilizan para pedirte papeles, para negarte el ingreso a determinados lugares, para calificarte de «vicioso» y «ladrón» con solo mirarte. Para quienes crecimos en los barrios mirar las vitrinas de los almacenes es delito, porque los hijos de los trabajadores pobres no tenemos con que comprar; entrar a la librería a ojear un texto es delito, porque los hijos de los trabajadores pobres no podemos estudiar.

Para millones de jóvenes en Colombia la Universidad es cosa de ricos, se nos enseñó que a nosotros nos corresponde engrosar el ejército de reserva de la clase obrera, que a nosotros nos corresponde conseguir un trabajo sin prestaciones sociales, de máximo tres meses y con un salario por debajo del mínimo. Para millones de jóvenes en Colombia existe por ello la sensación constante de «No futuro», de estar en un laberinto que no tiene salida.

Jayder experimentó eso en su vida, como Dylan Cruz, como Anderson Arboleda, como los 8 niños bombardeados por el ejército en el Caquetá. A Javier se le dijo que estudiando iba a progresar, estudió aeronáutica, pero conducía un taxi. Lo que algunos llegamos a conocer y comprender es que ese laberinto en el que estamos se llama CAPITALISMO, que nuestra rabia no es contra esas edificaciones escenario de torturas y vejaciones, es contra las instituciones que defienden con su violencia ese sistema, nuestra rabia es con el sistema.


El gobierno uribista de Duque es la expresión sanguinaria y mafiosa de ese sistema

El gobierno uribista de Duque es el gobierno de la oligarquía colombiana, de una burguesía que no ha tenido problema en masacrarnos históricamente, en destruir nuestras organizaciones obreras, campesinas, indígenas, juveniles y populares con sus FFMM, policiales y paramilitares; que no tiene contemplación en imponernos leyes oprobiosas que nos conducen a niveles más profundos de explotación; que vende nuestros recursos al capital imperialista y orquesta con él la extensión de la muerte y la miseria en nuestros campos, que se pone de rodillas ante sus políticas antidrogas, pero tranza con los mafiosos y narcos el control de extensas regiones del país, que pretende que seamos cabeza de playa para la agresión a pueblos hermanos que han sido capaces de luchar por su dignidad, como el pueblo venezolano.

Esa burguesía nacional e imperialista ha convertido a Colombia en uno de los países más desiguales del mundo, en el que más se asesinan líderes sindicales, defensores de DDHH o del medio ambiente. Los trabajadores somos los gestores de toda la riqueza producida, pero esa riqueza se la queda una clase social burguesa que nos esquilma hasta el último peso: reduciéndonos el salario, extendiéndonos la jornada laboral, haciéndonos pagar por lo que debería ser derecho de todos: la salud, la educación, la pensión o la recreación. Los representantes del uribismo, con todo el cinismo que los caracteriza, nos acusan de «atenidos», cuando han hecho fortunas a costa del erario público, robando, matando y traficando desde el poder. Nos dicen: «estudien vagos», cuando son ellos los que atacan la educación pública, la tienen en una profunda crisis y gustosos la liquidarían.

Esos farsantes, cuando salimos a protestar, nos vienen siempre con el mismo cuento: que lo hacemos «financiados por el narcoterrorismo», porque «existe un plan orquestado por el Eln, las disidencias de las Farc, la izquierda internacional…». Sus explicaciones ya son risibles y podrían ser entendidas como delirantes, expresión de algún desequilibrio mental, pero no, son manifestación de una táctica premeditada y consciente de defensa: la mentira. Para poder ocultar la injusticia e inequidad que promueven necesitan deformar la realidad, mentir una y otra vez.

Mienten para que nos traguemos la idea que debemos sentir remordimiento por quemar las estaciones de policía, los buses del sistema de transporte en el que viajamos como animales y en el que dejamos buena parte del salario, un cajero automático que pertenece a los banqueros que nos arruinan y a los que el gobierno les gira dinero públicos por toneladas, o la sede de un supermercado que pertenece a la familia Santodomingo, una de las más ricas del país, que paga una miseria a sus trabajadores y los precariza lo que más puede, todo porque para ellos el más sagrado de los derechos es la propiedad privada de los medios de producción, es decir, la posesión de las fábricas, tierras, bancos y comercio que han acumulado a costa nuestra.

Mienten para hacernos creer que las masacres no son masacres sino «asesinatos colectivos», que nada tienen que ver con ellos y sus aliados paramilitares y narcotraficantes; mienten cuando las masacres las cometen las propias FFMM para hacernos creer que «fueron operaciones impecables», a pesar del asesinato de por lo menos una decena de niños, mienten para hacernos creer que la policía es una institución «querida por los colombianos» y que sus crímenes son hechos «aislados», cometidos por «manzanas podridas», cuando por lo menos hubo 20 oficiales que participaron del asesinato de civiles desarmados y 70 que dispararon a matar a los manifestantes. 

Sus mentiras se repiten una y otra vez, en la radio, en la televisión, en las columnas de prensa, intentando que de tanto repetirlas terminemos creyendo que son verdad. Así asesinaron a más de 3000 militante de la UP, han exterminado a los desmovilizados de las guerrillas, han hecho campañas de «limpieza social» haciendo llamar la «mano negra» y asesinando a miles de jóvenes y habitantes de calle en el país, así han producido más de 3000 casos de «falsos positivos» (ejecuciones extrajudiciales) y los seguimos aun contando. En lo que va de 2020 llevamos 205 asesinatos de líderes sociales y 55 masacres con 218 muertos. Duque y el uribismo justifican esa violencia, le ofrece un manto protector y la impulsan, por eso son responsables de la masacre obrera y campesina en el país. Su violencia es sistemática, cometida con sevicia y con un propósito claro, generar miedo, terror, para que no salgamos a protestar contra la desigualdad, la explotación y en últimas en contra del sistema que las hace posibles.

 

Para derrotar las tendencias fascistas de este gobierno la salida es la movilización de masas

La burguesía colombiana, su Estado y sus aparatos de represión tiemblan de miedo ante el pueblo trabajador movilizado, históricamente ese ha sido el camino para conquistar nuestros derechos, para defenderlos, y será el camino para alcanzar nuevas conquistas y para destruir este sistema de hambre y opresión. El ejemplo más cercano que tenemos lo presenciamos todos nosotros el año anterior, el 21 de Noviembre de 2019 los colombianos vivimos una enorme fiesta democrática, salimos de forma unificada a las calles a exigir nuestros derechos, a reclamar que no se asesinaran más líderes sociales, que se parara la masacre que desplegaba el régimen uribista, que no se aplicarán las contrarreformas laboral, pensional y tributaria. Logramos aplazar la aplicación de estas contrarreformas o limitarlas, pero el gobierno Duque y la burguesía nacional e internacional no han desistido en su propósito, de hecho han aprovechado la crisis sanitaria desatada por el Covid-19 para avanzar en su aplicación por decreto, y la masacre nunca paró.

Hoy, como a finales del 2019, el pueblo trabajador, los campesinos, los indígenas, las negritudes, los jóvenes, las mujeres, necesitamos estar nuevamente en la calle movilizados alzando nuestra voz. Tras el asesinato que nos acaba de indignar de Javier Ordoñez ¡nos han matado 13 compañeros más! Este gobierno asesino nos ha mostrado ahora en Bogotá lo que por décadas ha hecho en el campo, dejar correr sus tendencias fascistas, matar salvajemente, matar sin piedad a quienes alzan su voz contra la injusticia y la barbarie, a quienes se oponen a sus intereses. Nos matan para que el miedo y el terror nos inmovilice, para que ellos puedan avanzar con sus políticas, para que la actual crisis económica siga siendo pagada con nuestro sudor y sufrimiento, para imponernos peores condiciones de trabajo y contratación, más limitaciones y dificultades para acceder a nuestro derecho a la pensión, más impuestos sobre nuestros hombros para exonerar de ellos a los más ricos, a los banqueros y las empresas imperialistas.

Claudia López ha denunciado que lo ocurrido en Bogotá fue una autentica masacre, que tener tantos civiles heridos por arma de fuego se debió a un uso indiscriminado y desproporcionado de la fuerza por parte de «algunos policías», y que ella no dio la orden de uso de la fuerza, mucho menos de uso de armas de fuego contra los manifestantes. Se reunió con Duque y le hizo un llamado a una reforma estructural de la policía, el gobierno uribista, como era de esperarse, lo rechazó. Claudia tiene razón en sus denuncias, pero no en la orientación que termina planteando: llamar a un «acto de perdón y reconciliación». Claudia López peca de ingenua o de inconsecuente, la sociedad no puede perdonar ni reconciliarse con quienes no han demostrado el más mínimo arrepentimiento por los hechos criminales, con quienes los niegan y se han mostrado dispuestos a seguirlos cometiendo. El uribismo no va a dar marcha atrás con su política de odio y terror porque la necesita para mantenerse en el poder, al uribismo no le importa la verdad y mucho menos avanzar hacia la solución de los problemas que convocan a miles de jóvenes a manifestarse, porque justamente este gobierno y los sectores que representan se lucran y viven de la miseria de las mayorías.

Está claro: en defensa del derecho a la vida y las libertades democráticas, contra las tendencias fascistas del régimen uribista, lo que necesitamos son acciones unificadas y contundentes de movilización de masas que le demuestren al gobierno que ya no le tenemos miedo.

Para poder frenar y acabar con la masacre que nos desangra necesitamos hacer como en el 21N, salir todos, de forma unificada, movilizarnos en el marco de un gran Paro Nacional, ser millones en las calles, para hacer retroceder al gobierno, para derrotarlo de forma contundente. Por eso es necesario que las organizaciones que representan a la clase trabajadora, particularmente las Centrales Obreras, todas las organizaciones sociales y políticas que confluyeron a finales del año anterior, convoquen una acción inmediata. Es necesario que sus dirigentes cambien ya su actitud pasiva, que raya en la complicidad con la barbarie. Es nuestro deber como trabajadores, como miembros de esas organizaciones reclamarle a nuestras direcciones esa convocatoria.

También toda aquella organización, todo aquel dirigente, que se reconozca como defensor de las libertades democráticas, debería sumarse sin vacilación ni tardanza al llamado a este paro nacional. Petro está en lo correcto al llamar de manera insistente a las Centrales Obreras, al Partido Verde, a la Colombia Humana y a más sectores a unificarse en una gran acción nacional para hacer retroceder la avanzada antidemocrática del uribismo y su gobierno. Igualmente se requiere que florezcan en cada barrio, localidad y comuna del país formas de organización que impulsen la movilización, asambleas barriales y populares que le den vida y extiendan democráticamente el proceso.

Si Claudia López no dio la orden de disparar, lo sucedido en Bogotá con el accionar asesino de la policía, tal como se ha denunciado, es una ruptura de la cadena de mando orquestada desde la Casa de Nariño, desde el Ministerio de Defensa y la cúpula policial. Por tanto, en lugar de actos de «reconciliación» lo que debemos exigir en las calles en primer lugar y de inmediato es que caigan los responsables de la masacre:

 

¡Que se hagan públicos todos los videos entregados por Claudia a Duque, con los que la Alcaldía dijo colocar en evidencia la brutalidad policial!

 

¡Que ante una comisión integrada por los familiares de las víctimas, y de manera pública, la Alcaldía entregue la identificación de todos los policías que allí aparecen disparando, agrediendo, o permitiendo que otros policías lo hicieran!

 

¡Inmediata destitución de todos esos policías!

 

¡Juicio y castigo a los policías asesinos y no por la Justicia Penal Militar!

 

¡Fuera el comandante de la policía Oscar Atehortúa y toda la cúpula de la Institución!

 

¡Fuera el ministro de defensa, el uribista Carlos Holmes Trujillo!

 

 

 

 

 

 

 

 

domingo, 30 de agosto de 2020

Violación institucional sistemática por parte de las Fuerzas Armadas a los derechos y vida de las mujeres

¡La violencia institucional que han ejercido las Fuerzas Armadas colombianas en contra de las mujeres ha sido sistemática y se ha tratado de esconder bajo la cortina de poder del Estado!

En Colombia las recientes denuncias por parte de mujeres –varias de ellas niñas— de diferentes etnias indígenas que han sido víctimas de violencia sexual por parte de miembros del ejército colombiano, han desatado la ira e indignación y han puesto en el centro del debate la tan normalizada violencia en contra de la mujer, particularmente aquella que es ejercida por quienes dicen ser los “defensores” del pueblo y “héroes de la patria”. Frente a esta grave problemática cínicamente el Estado y el gobierno de Duque como solución, nos ofrecen “ayuda” de las mismas instituciones que nos acosan, abusan, violan y asesinan.

El Estado y el gobierno de Duque nos hacen un llamado a confiar en las Fuerzas Militares, pues son “sólo unas cuantas manzanas podridas”, siendo que éstas han perpetrado históricamente masacres y asesinatos políticos, muchos en complicidad con los paramilitares, que han sido el soporte del régimen del terror de Uribe, y que Duque, en su esfuerzo por reinstaurar dicho régimen, ha restituido en el poder a toda una cúpula comprometida con crímenes graves contra los DDHH, como los falsos positivos, en amenazas, intimidación y asesinatos constantes a líderes sociales, campesinos y obreros.

No en vano las mujeres de Colombia se han unido a las millones de voces de mujeres alrededor del mundo coreando: “El Estado opresor es un macho violador”, denunciando la violencia, la violencia sexual y abusos sistemáticos por parte de la Fuerza Pública con la indulgencia y hasta complicidad del Estado, contra los derechos y vida de las mujeres; denunciando que el Estado y el gobierno fingen interés por los casos de abuso y violencia, pero en realidad encubren y distorsionan los casos que se han denunciado, alargando y archivando los procesos y re victimizando a quienes denuncian. Es por esto que hoy más que nunca se hace necesaria la unión y lucha de las mujeres en contra del Estado, sus instituciones y del sistema capitalista que nos explota, viola y oprime; es necesario que continuemos denunciando estos casos de violencia y abuso.


La violencia sexual por parte de miembros de las fuerzas militares: ¿casos aislados u otra expresión más de su brutalidad y de la impunidad del estado?

 “Quienes defienden al Ejército dicen que se trata de unas cuantas manzanas podridas, pero el verdadero problema es que es una práctica sistemática y estructural”

Catalina Ruíz, Julio 1 de 2020, The Washington Post.

El reciente caso que salió a la luz pública el pasado 22 de junio, sobre la violencia sexual contra una niña indígena de 13 años, perteneciente a la comunidad Embera Chamí, por parte de un grupo de al menos siete soldados, abrió el debate sobre las prácticas sistemáticas de abuso y violencia sexual ejercidas por las fuerzas públicas colombianas, particularmente del ejército, contra las mujeres y niñas. Sin embargo, frente a estos acontecimientos, los altos mandos de la institución militar sostienen como defensa a las denuncias, que éstas son casos aislados, que son unas cuantas “manzanas podridas que manchan el uniforme”. Incluso, Eduardo Zapateiro, el jefe del Ejército Nacional, se llena la boca asegurando que: “Ningún soldado, colombianos... Escúchese bien, quiero ser enfático. Ningún soldado es entrenado en la institución para atentar contra los derechos humanos de los niños, niñas y adolescentes”. No obstante, aunque Zapateiro y los demás altos mandos del ejército se empeñan en convencernos de que estas prácticas son de unos pocos miembros del ejército y no son reiterativas y que los miembros del ejército no son entrenados para “atentar contra los derechos humanos”, la verdad es que para nadie es un secreto que el uso desmedido del poder y de la fuerza por parte de las Fuerzas Militares no es algo nuevo, pues son entrenados para ejercer control y poder sobre los territorios y la población mediante el uso de la fuerza y la violencia desenfrenada, lo que los hace propensos a esas prácticas de abuso y violencia sexual hacia las mujeres y niñas. De allí que el abuso y la violencia sexual ejercida por parte de los militares hacia las mujeres, tampoco es una práctica reciente en estas instituciones.

En un estudio reciente por la Corporación Sisma Mujer (2019), se señala a los miembros de las “fuerzas armadas, de policía, policía judicial y servicios de inteligencia como los mayores presuntos responsables de la violencia sexual contra las mujeres en el contexto de la violencia sociopolítica” –esto sin mencionar, la violencia sexual ejercida por grupos guerrilleros y paramilitares–. En ese sentido, este mismo estudio señala, para el 2018, a las fuerzas militares como los presuntos agresores que mayor participación tuvieron, pues “registran el 62,16% del total de hechos vinculados a la fuerza pública; y 23,59% del total de casos de violencia sexual contra las mujeres”, seguido de miembros de “delincuencia organizada” (paramilitares, pandillas, narcotraficantes, bandas criminales), “quienes reportan 24,62% de estos hechos”. Así mismo, se menciona que del 2017 al 2018 los casos de violencia sexual perpetrados por las fuerzas armadas, las fuerzas públicas, la policía, policía judicial pasaron de 43 en 2017 a 74 en 2018 (un incremento del 72,09%); de las fuerzas militares de 14 en 2017 a 46 en 2018 (un incremento del 228,57%). No obstante, cabe recordar que lamentablemente, en el marco del conflicto armado, no sólo militares y paramilitares incurrieron en este tipo de conductas contra las mujeres, también hay casos de miembros de los grupos guerrilleros, tal cual como lo señala el mismo estudio de Sisma Mujer, en donde los casos de violencia sexual en manos de grupos al margen de la ley (FARC, ELN) incrementó en el 2018 en un 65, 5% (lo que equivale de 16 casos en 2017 a 26 en 2018).

Aunque las anteriores cifras corresponden a la violencia sexual en el marco del conflicto armado, es preciso señalar que estos actos se siguen perpetrando. Hace unos meses Alberto Bruni, representante en Colombia de la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, informó que se habían encontrado tres casos de violencia sexual, en Arauca, Guaviare y Meta, en el que estarían implicados miembros del Ejército. De igual modo, luego de la noticia de la niña Emberá, el Ejército Nacional reconoció otro caso de violencia sexual perpetrado en septiembre de 2019 en Guaviare, contra una niña indígena de la comunidad nukak makú, quien fue encerrada por cinco días en el Batallón Joaquín Parías. En 2018, se conoció que el militar Raúl Muñoz (quien paga una condena de 60 años), abusó sexualmente de una menor en Tame, Arauca. En 2017, en Fuente de Oro Meta, una menor de cuatro meses fue abusada sexualmente por un soldado. A esto se suman las declaraciones del general Eduardo Zapateiro, sobre 118 integrantes de la misma institución investigados por abuso sexual que involucran a menores de edad.

Todo esto demuestra, a diferencia de lo que nos señala Zapateiro y su cúpula militar, que no se trata de unas cuantas manzanas podridas de la institución o de casos aislados, por el contrario, es una práctica sistemática de abuso de poder y autoridad que las fuerzas militares han ejercido hacia niñas y mujeres, particularmente aquellas en condición vulnerable, en los diferentes territorios del país. Las fuerzas militares colombianas no son ningunos héroes de la patria, sino que, desde su semilla, es una institución putrefacta que refleja a profundidad los aspectos más retardatarios de la sociedad: el machismo, la violencia contra quienes están desarmados, torturas y violaciones a derechos humanos y, sobre todo, la defensa del opresor y el explotador a costa de la vida de los explotados y oprimidos.

Un aparato represivo signado por la violencia política, las violaciones a los derechos humanos y la impunidad

Este derroche de abuso, de crueldad e impunidad que cobija a las Fuerzas Armadas tienen una base profunda en el carácter de clase de estas instituciones, su función como pilar del estado burgués, pero también en las peculiaridades de la oligarquía colombiana y de su relación con el imperialismo. El estado es por definición el aparato de dominación de las clases poseedoras, el órgano que garantiza que estas clases mantengan la propiedad privada de los medios de producción y todas sus condiciones de privilegio y opresión sobre las otras clases, y no eso que nos enseñan en la escuela para adoctrinarnos desde pequeños, que “el estado somos todos” o que “el estado es nuestro gran protector”. Dentro de ese aparato de dominación las Fuerzas Armadas son la columna vertebral, el aparato represivo y de inteligencia que soporta por la fuerza toda la explotación y la opresión. Ese trabajo se complementa con la acción de la justicia que defiende los intereses de los explotadores y opresores y persigue y encierra a los de abajo cuando se levantan, junto a ellos están el aparato escolar y los medios masivos de comunicación, que reproducen las ideas dominantes de estas clases poseedoras.

Por si esto fuera poco, Colombia tiene una larga tradición de violencia política, pues la oligarquía ha privilegiado los métodos violentos incluso para dirimir sus propios conflictos, y la ha usado sistemáticamente para derrotar la lucha de clases. La violencia política, e incluso el recurso de los paramilitares como una táctica constante para mantener su dominación han sido un rasgo característico del régimen político colombiano por décadas. Rasgo que se acentuó por la alianza histórica de esa oligarquía con el imperialismo, lo que ha permitido una injerencia constante de EEUU en los asuntos internos del país, al tiempo que el país ha cumplido servilmente el rol de peón militar y político de sus intereses en el continente y en el mundo.

Pero con el Plan Colombia -desde el gobierno de Andrés Pastrana-, estos rasgos se hiperdesarrollaron y el país se convirtió en “el portaviones político y militar” del imperialismo en la región. Para esos fines imperialistas contra la soberanía de los países independientes como Venezuela y Ecuador y bajo la bandera de la guerra contra el narcotráfico, inundaron el país de bases militares de EEUU, cometieron todo tipo de atropellos, incluso violando las fronteras de esos países. En este marco, las FFMM de Colombia llegaron a ser las más grandes -en términos proporcionales- del continente y desde antes el país recibe la tercera inversión militar más grande de parte de EEUU, sólo después de Israel y de Egipto.

Han recibido por décadas el presupuesto más alto del estado y han gozado de gran poder e impunidad, actúan casi con licencia para matar en muchas regiones del país. Y durante los gobiernos de Uribe ayudaron a instaurar un verdadero régimen de terror férreamente apoyado y secundado por EEUU, en el que reinaron violaciones a los derechos humanos como los falsos positivos. Desde entonces estas instituciones represivas viven un proceso de descomposición creciente, cada semana hay un escándalo nuevo por chuzadas, por espionaje contra jueces, periodistas y opositores políticos, por violaciones de derechos humanos, así como por todo tipo de atropellos y episodios sistemáticos de corrupción al más alto nivel. Pero el gobierno de Duque se dio a la tarea de restituir en los más altos cargos del Ejército a oficiales comprometidos en todo tipo de acciones criminales, como los falsos positivos. Por ello es el responsable político de la matanza sistemática contra líderes sociales y excombatientes y del nuevo auge del paramilitarismo, todo bajo la más descarada impunidad. En este marco las crecientes denuncias por abusos sexuales contra mujeres y niñas por parte de militares, se entiende perfectamente.


¡No es un fenómeno nuevo: la violencia contra la mujer ha sido un instrumento de guerra y dominación… también del imperialismo!

El uso del cuerpo de la mujer como botín de guerra es una práctica sistemática que convierte a las mujeres y sus cuerpos en instrumentos de control y dominación, es una forma de intimidación, castigo o represalia contra el enemigo, en la que los actores armados de un conflicto siembran el terror en las comunidades e imponen el control militar. Esta práctica la podemos encontrar a lo largo de la historia en varios hechos devastadores. Un ejemplo de esto es la guerra de Bosnia (1992-1995), en la cual las fuerzas serbias practicaron violaciones masivas entre las mujeres bosnias musulmanas en los campos de concentración por ser consideradas como parte de sus servicios; la guerra del Congo (1998-2003), en la cual, según un estudio de American Journal of Public Health, se habrían violado cuatro mujeres cada cinco minutos, lo cual arroja un aproximado de 400.000 mujeres violadas al año; o en África, en el 2013, en donde el cuerpo de las mujeres era el salario con el que el gobierno pagaba a sus milicianos, miles de mujeres eran explotadas, violadas u obligadas a casarse con los soldados que habían asesinado a sus familias. Estos son sólo algunos de los hechos atroces que se han cometido contra las mujeres y niñas alrededor del mundo, y que demuestra que los actores del conflicto no sólo libran la batalla en los territorios, sino que también los cuerpos de las mujeres se convierten en su campo de batalla.

Colombia, en sus más de 50 años de conflicto armado, no podría ser la excepción frente a esos abusos y violencia sistemática contra la mujer y, aunque hasta el momento ningún actor armado ha reconocido públicamente la responsabilidad por el uso de la violencia sexual, hay varios informes del Centro Nacional de Memoria Histórica que confirman la dimensión de los daños y la magnitud de la violencia con que el cuerpo de las mujeres y niñas han sido objeto de sometimiento, de apropiación, y de despojo de su dignidad y de su humanidad, que en últimas es una cuestión de poder, pues es en la violencia sexual donde el cuerpo de la mujer es el bastidor o soporte en el que se afirma la destrucción, sometimiento y dominación moral del enemigo, lo cual sigue perpetuando la construcción de masculinidades despóticas y violentas.

Las prácticas de violencia, violencia sexual y abuso que convierten a las mujeres y niñas en un instrumento para la guerra, no solamente han sido ejercidas por las fuerzas militares colombianas, sino que, también, se ha ejercido por grupos paramilitares y guerrilleros –esto bajo el conflicto armado—, y como si esto no fuera poco, por las tropas militares del imperialismo yanqui. Esto último obedece, precisamente, a que la burguesía colombiana, encabezada por el Estado, ha mantenido por décadas su absoluta complacencia y entrega al imperialismo estadounidense. Este servilismo que ha ido creciendo desde el 2001 con el “Plan Colombia” y que se intensificó bajo los gobiernos de Uribe, Santos, y, actualmente con Duque, ha convertido a Colombia en el “portaviones político y militar del imperialismo yanqui”: la existencia de 12 bases militares estadounidenses –aunque sólo se reconozcan 7–, el ingreso de Colombia a la OTAN en el 2018; la financiación, el monitoreo y equipamiento de los aparatos militares e inteligencia yanqui a las Fuerzas Armadas y su participación en las maniobras militares estadounidenses; las operaciones conjuntas con Estados Unidos para “combatir” a las FARC en países vecinos como Ecuador y Venezuela –precisamente en estos países que no son serviles al imperialismo–, la firma de los Tratados de Libre Comercio, el ingreso de Colombia a la OCDE; son sólo una muestra de la disposición abierta del gobierno y de las Fuerzas Armadas colombianas a colaborar con el amo del norte en su deseo de control y dominación política y económica de América Latina. En ese marco, no sólo le ha dado carta abierta a los yanquis para que intervenga en los asuntos políticos y económicos del país, sino que, también, parece habérsele otorgado a sus Fuerzas Armadas un permiso absoluto para cometer vejámenes, entre ellos el abuso sexual hacia las mujeres y niñas, contra las poblaciones vulnerables del territorio colombiano sin que éstos tengan repercusión alguna.

En el “informe de la comisión histórica del conflicto y sus víctimas”, se revela que entre el 2003 y 2007 al menos 53 mujeres menores de edad fueron violadas por soldados y funcionarios de seguridad de EEUU en cercanías de la base militar de Tolemaida; y no solamente fueron víctimas de este tipo de violencia sexual, pues dichos actos fueron grabados y vendidos como material pornográfico. Aunque frente a estos actos la Defensoría del Pueblo en Colombia y el ICBF han asegurado hacer un seguimiento y la embajada estadounidense en Colombia ha señalado que cualquier mala conducta por parte de sus fuerzas armadas será tomada “muy en serio”, en la actualidad no hay ninguna condena ni proceso abierto contra soldados o agentes gringos por delitos sexuales en el país. Este derroche de impunidad demuestra hasta dónde es capaz de llegar la oligarquía y el estado colombiano en su sumisión al imperialismo, así como los rasgos coloniales del país en su relación con esa potencia extranjera.


¡Los ataques sistemáticos a las mujeres por parte de las fuerzas Armadas se concentran en los grupos históricamente más oprimidos!

Las mujeres, sus condiciones, la violencia y opresión a la que están expuestas, no se pueden hablar genéricamente ni en abstracto. Los ataques contra las mujeres, se han enfocado en los grupos que siempre han sido más afectados por otras condiciones como la de ser negra, indígena, pobre, “poco educada”, trabajadora, transexual o discapacitada.

La encuesta realizada en el marco de la campaña “violaciones y otras violencias, saquen mi cuerpo de su guerra” realizado para el periodo de 2010-2015, concluye que las mujeres negras, entre 15 y 24 años, pertenecientes al estrato socioeconómico 1, son quienes más expuestas han estado a ser víctimas de violencias sexuales en el marco del conflicto armado. Además, el mismo informe, realizado para el periodo 2001-2009, revela que 48,5% de las víctimas de violencia sexual en el marco del conflicto pertenecen al estrato 1 y el porcentaje restante, a los estratos 2 y 3.

Para las mujeres racializadas -afrocolombianas e indígenas- la violencia ha sido mucho peor porque se ha combinado con actitudes históricas asociadas al colonialismo, el racismo y al esclavismo, pues, no es un secreto para nadie que, desde los tiempos de la colonia, el cuerpo de la mujer ha sido objeto de dominación. Además, los territorios que habitan son los más afectados por la desatención y olvido estatal, lo que se evidencia en su situación de vulneración a derechos básicos como la salud, la educación y el trabajo digno. Todo esto muestra que, como en todas sus otras manifestaciones, la violencia del estado tiene un marcado sello de clase. En esos lugares, que aparecen como tierra de nadie, es donde más se viven los abusos y los vejámenes.


¡El Estado y sus instituciones son complacientes con la violencia sexual y abuso contra las niñas y mujeres!

El presidente de Colombia Iván Duque, frente a lo sucedido con la violación a la niña Emberá por parte de las fuerzas militares, señaló en una rueda de prensa: “No toleramos ningún tipo de abuso a menores de edad y mucho menos cuando involucre uniformados que enlodan el honor de las fuerzas con actos ruines como el denunciado en Pereira contra niña indígena”, así mismo, mencionó que se estrenaría la cadena perpetua con los militares involucrados en este caso. Sin embargo, aunque el presidente quiera dar a los colombianos unas palabras de “alivio” y “seguridad” frente a este caso y pretenda de esta manera “garantizar” la no impunidad, sus declaraciones no pudieron ser más cínicas, pues parece que al presidente se le olvidó que fue el mismo quien hace poco nombró una nueva cúpula militar en la que muchos de los militares y generales, están implicados en casos de falsos positivos y violación de derechos humanos. Incluso, mantuvo a Nicasio Martínez como comandante del ejército a pesar de su relación con procesos de violación de derechos humanos e hizo lo imposible por mantenerlo en su cargo, hasta que lo dejó caer evitando que salieran más denuncias a la luz, igual que con el ministro de defensa Guillermo Botero, la ficha de Uribe que trató de encubrir el bombardeo despiadado contra unos niños, acción que le costó el cargo. Por eso insistimos en que se trata de un fenómeno estructural, propio del carácter de estas Fuerzas Armadas, las mismas que han sido la punta de lanza de la historia de masacres y asesinatos políticos, muchos en complicidad con los paramilitares, las mismas que soportaron el régimen de terror del matarife en sus dos períodos presidenciales, y cuya cúpula fue restituida en el poder por Duque como parte de su esfuerzo por reinstaurar dicho régimen de terror.

Por otra parte, frente a ese mismo caso, el Fiscal General de la Nación Francisco Barbosa, se vanagloria de haber hecho un rápido proceso en contra de los militares que aceptaron cargos, pero su teatro se cayó al piso cuando, en el fallo, se les acusó de acceso carnal abusivo, lo que, según la ley, implicaría insinuar que la menor consintió la violación (algo impensable), además que da una rebaja de pena a los agresores. Como si este fallo fuera poco, los siete exmilitares fueron trasladados a un batallón en lugar de ser llevados a una cárcel regular, lo cual no fue explicado ni tiene razón de ser pues ya no pertenecen a la milicia.

Como en muchos otros casos la Fiscalía y el sistema judicial, son cómplices de la corrupción que hay dentro de esta institución (FFMM, policía y ESMAD), pues ocultan y encubren todos los crímenes que se cometen en contra las mujeres (pobres, campesinas, trabajadoras), los luchadores populares, sindicales, indígenas y defensores de derechos humanos. Y, descaradamente, nos hacen un llamado a confiar en los miembros de estas instituciones, quienes abusan, violan, persiguen, amenazan, criminalizan y desaparecen, lo cual resulta aún más oprobioso y hasta cínico.

La impunidad y el desprecio hacia la vida de los pobres y los oprimidos son las marcas distintivas de este régimen y de este gobierno, como se evidencia con los casos antes mencionados y, en este momento, con el recrudecimiento de las masacres y asesinatos contra niños y jóvenes: 6 jóvenes asesinados en la zona rural del municipio de Tumaco, 8 jóvenes entre 19 y 25 años masacrados en la aldea Santa Catalina (Samaniego, Nariño), 5 niños entre los 14 y 16 años degollados en Cali, tres jóvenes entre los 20 y 30 años acribillados en la zona rural del municipio de Abrego (Norte de Santander), dos niños de 12 y 17 años asesinados en el Municipio de Leiva (Nariño) –todo esto sin mencionar los asesinatos recientes a líderes y lideresas sociales, e indígenas–.

Respecto a todos esos acontecimientos atroces el gobierno de Iván Duque, no hacen más que emplear palabras eufemísticas pretendiendo así minimizar la gravedad de los hechos, culpando al narcotráfico e incluso a las mismas víctimas, y encubriendo a los perpetradores de esos crímenes. Lo cierto es que el único responsable político de las violaciones de derechos humanos y matanza contra mujeres, jóvenes, niños, lideres, campesinos y trabajadores, es el gobierno uribista de Iván Duque, quien en su empeño por reinstaurar el régimen del terror del uribismo y en su benevolencia al imperialismo yanqui, han permitido las violaciones sexuales, masacres y desapariciones forzadas contra lo pobres, explotados y oprimidos.


Referencias bibliográficas

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